DÍAZ-GUARDIOLA, Javier (2005) :: Texto catálogo: Cuerpos Expandidos

DÍAZ-GUARDIOLA, Javier (2005). ”Geografía Humana”. Texto catálogo exposición: Cuerpos Expandidos, Museo Barjola, Gijón

Son muchos los que piensan que la escultura debe ser percibida también a través del tacto y en silencio. En La casa de la vida1, Mario Praz se resiste a entender el silencio como algo opuesto al sonido. El silencio, con sus ritmos y sus cadencias, también “suena”, y su presencia –quizás comparable a la ausencia de sonidos físicos– está llena de enigmáticos significados. Y si no, que se lo pregunten al locutor de radio o a aquél que espera la reacción de alguien al que le explota una verdad en la cara. El silencio absoluto no existe, porque ese supuesto silencio es una vía rápida para acceder a otras formas intangibles: a los recuerdos, a las ideas, a las evocaciones... En definitiva, a la memoria. 

De memoria, y también de silencios, están construidas las ciudades. De esta forma, Italo Calvino señaló que las ciudades no explican su pasado, sino que lo contienen, de manera que sus calles, sus avenidas, sus límites y sus obstáculos son para la urbe como las líneas de la mano para el hombre. El lenguaje de Esther Pizarro (Madrid, 1967) se ha centrado siempre en la ciudad, en su silencio-memoria y en su paralelismo con el ser humano. No en vano, son los hombres los que “hacen ciudad” en su día a día –y de forma personal e intransferible, dado que, como dijo Aristóteles, y así lo recogió Manuel de Solà-Morales en un texto para el catálogo de su exposición Ciudades-Esquinas2, “una ciudad se compone de diferentes clases de hombres; personas semejantes no pueden hacer una ciudad”. Ese “hacer ciudad” puede llevarse a cabo de forma violenta, enredado en batallas, en magnas y heroicas revoluciones, o desde la osadía de las grandes construcciones arquitectónicas que intentan elevar al hombre al grado de dios mortal que alardea de su poder ante la Naturaleza. Pero este talante también puede tomar su forma de manera silenciosa, y por tanto, con su particular sonido, desde acciones tan banales como las que nacen del azar, del descuido o de la rutina.

El trabajo de esta madrileña ha versado hasta la fecha en torno a la ciudad, cómo la vivimos y cómo ésta nos sobrevive: “Las ciudades –dice la escultora– se habitan, y, en consecuencia, se construyen. Esa construcción se realiza primero en nuestra mente, mediante bosquejos de experiencias vividas y lugares habitados y, luego, se plasma tridimensionalmente en la construcción de obras, bocetos y libros de artista”3. Su quehacer, por consiguiente, se basa en el análisis de la deconstrucción de ese proceso que, generación a generación, pueblo a pueblo, civilización a civilización, conformó el entramado poliédrico, multifacético y contradictorio de nuestras ciudades que es, sin ir más lejos, el análisis del propio ser humano que construye sus metrópolis a su imagen y semejanza, teniéndose a sí mismo como patrón o anti-modelo. Aludiendo a la noción de pliegue manejada por Guilles Deleuze, que considera que el espacio está conformado por plataformas, grietas, pliegues, raspaduras, superficies y profundidades que contaminan nuestra experiencia espacial, Pizarro considera que experimentamos la ciudad no como algo unitario, sino como la yuxtaposición de capas de conocimiento y sustratos perceptivos.

En un principio, la escultora se vio tentada por Los Ángeles, urbe paradigma de las megalópolis norteamericanas, con una disposición policéntrica y en cuadrícula. Después llegaría Roma, la Ciudad Eterna, un espacio que se mostraba a Pizarro como un tejido orgánico –nos acercamos cada vez más al hombre– que emanaba historia, lo que la condujo a leerla de dentro afuera, en tres dimensiones (casi cuatro, pues el tiempo jugaría un papel decisivo) y en negativo (esa predilección por el vacío), conjugando los conceptos de ruina, memoria y cavidad subterránea. Por último, sus intereses se centrarían en París, y también desde el interior hacia el exterior, desde los tejados y las azoteas de la Ciudad de la Luz, sus veinte distritos o “arrondissements” adoptarían fisicidad en una instalación para ser rodeada y atravesada, donde el vacío –ahora, el cauce respetado del Sena– marcaba la ubicación de unas estructuras modulares cuyos interiores se articulaban mediante escaleras, metáforas de los viales de la ciudad y de esa acción humana que geometriza y “construye” la ciudad en el sentido más literal del término.

En todo este ir y venir, en este transitar físico y mental por la ciudad se ha ido conformando el lenguaje plástico de una artista –“Si la función de la arquitectura es la de edificar lugares para el cobijo, podríamos decir que el fin de la escultura es la de construir espacios para el pensamiento” 4, apunta la artista– en el que se han ido asentando un juego de binomios (vacío/lleno; positivo/negativo; pasado/presente; orgánico/inorgánico; real/ficción; blando/duro; objetos/libros de artista), un simple pero fructífero encuentro de opuestos que ha ido desarrollando en series, para no dejar fuera ninguna de las posibilidades de la tesis que sostiene su estudio.

Una herida abierta

Con su instalación para el Museo Barjola, la joven creadora madura en sus planteamientos y lima conceptos. Su interés por la ciudad deviene ahora estudio del paisaje, un paisaje que ya no remite tanto a nombres propios –una ciudad en particular–  como al ser humano, ahora no como individuo que crea ese paisaje, sino como sujeto que lo sufre o configura con su pertenencia al mismo (por ser él intrínsecamente paisaje). El cuerpo es entendido en este trabajo como topografía imaginada, pero la mirada, lejos de ser bucólica y conciliadora, se define por su agresividad “silenciosa”. La ciudad, en su avance, come terreno al paisaje, y su metáfora más evidente es la de carreteras y autopistas que abren camino para hacer habitable el espacio, pagando el precio de abrir heridas en la Tierra con su avance. Estas mismas “heridas”, estos cauces voluntarios, se metamorfosean en el trabajo de Esther Pizarro en cremalleras, pues la artista se sirve de su doble concepción de instrumento que se abre y se cierra y, por tanto, que ofrece y esconde; que muestra, pero que evidencia que también oculta. Las cremalleras ya aparecían en las obras que componían la serie Mapas-Cremallera (2004), y en las Cajas-Mapas que mostró hace unos meses en la galería Raquel Ponce5, dos de las cuales están también presentes en Gijón. En estas últimas piezas también se pone de manifiesto el empleo del hilo (elemento de sutura por antonomasia) a modo de curvas de nivel de un paisaje desmontable, que se pliega y se conserva en un formato reducido, como haría el viajero con su memoria una vez concluida la travesía.

Sin embargo, la mayor “herida” de la muestra es la que supone la instalación que ocupa esta capilla de la Trinidad convertida en sala expositiva. Una enorme cremallera que atraviesa el suelo y que trepa hasta una de las paredes, donde intuimos lo que parecen ser las formas de dos cuerpos. O, al menos, eso pensamos, pues las diferentes capas superpuestas de fieltro blanco que se mimetizan con el espacio no son otra cosa que el alzado de esas líneas de nivel que en las Cajas se marcaban con el hilo y que en esta pieza es sustituido como material por la sanguina. Un paisaje humano, demasiado humano. Si las obras de series anteriores se habían caracterizado por su resolución en negativo, por la primacía del vacío, de la huella de una ausencia, aquí se impone el positivo, el volumen. Una nueva vuelta de tuerca en las formas de hacer de Pizarro.

Este paisaje mental en el que nos ha querido introducir la escultora se completa con una “maleta”, una escultura a escala natural de la serie Masculino-Femenino (2004), una de las obras en las que la autora potencia todos los binomios que le han caracterizado hasta el momento. En la superficie de la maleta (objeto imprescindible para el viaje, independientemente de que éste sea mental) se han desprendido las diferentes partes que compondrían el cuerpo de una figura humana. Lo que queda, pues, es otro vacío. Sus formas dejan ver los elementos que configuran un plano blando, el que está contenido en el interior de este receptáculo y sobre el que metafóricamente descansa ese cuerpo ausente. El reverso de la pieza intuye, en la que sería la parte más abstracta de la obra, las líneas difuminadas de aquél que en este improvisado lecho duerme. Un contenedor frío y duro para un interior etéreo y blando. Un sutil juego de superposiciones que crea zonas de luz y de sombra, espacios amplios y fronteras, como las capas superpuestas de cera de muchas de sus esculturas, como los sustratos de cualquier ciudad de nombre desconocido... En definitiva, los accidentes, las acumulaciones, los olvidos, las asperezas, los meandros, los ascensos, los descubrimientos que conforman el mapa vital de todo ser humano, que a su vez precisa de un espacio mullido y de cobijo que lo recoja.

La vida de cualquier ser humano –que es además otro bello viaje– es similar a una partida de ajedrez, la cual, a su vez, no deja de ser el paisaje de una batalla. Al principio se cuenta con todas las piezas, y los diversos acontecimientos determinan las que habremos de mover y aquéllas de las que tendremos que prescindir. En el viaje del proceso creativo de Esther Pizarro, su dueña, serie tras serie, ha optado por renunciar a los peones y deslizar por el tablero las piezas más sobresalientes, las que deciden el devenir de la confrontación. Es así como ha ido configurando un mapa que le es propio y al que los demás nos acercamos de forma accidental desde sus trabajos. Sin tiempos, sin espacios, como en la ciudad, somos conscientes de la existencia de un proceso, de un aprendizaje y de unos resultados. Ese es el paisaje de Esther Pizarro, en continuo movimiento; en constante consolidación.


NOTAS

1 Mario Praz. La casa de la vida. DeBolsillo. Barcelona, 2004.

2 Barcelona, 2004. Fórum Universal de las Culturas.

3 Cita del Esther Pizarro extraida de su texto para el catálogo de la muestra Topo+grafías. (Madrid. Galería Raquel Ponce. Primavera de 2002)

4 Cita del Esther Pizarro extraida de su texto para el catálogo de la muestra Topo+grafías. (Madrid. Galería Raquel Ponce. Primavera de 2002)

5 Colectiva Con-Tenedores (Galería Raquel Ponce. Madrid, 2004).

You may also like:

Suscríbase a

Mantente conectado