GRAS BALAGUER, Menene (2014) :: Texto catálogo: Un Jardín Japonés: topografías del vacío

GRAS BALAGUER, Menene (2014). “El jardín japonés como réplica del paisaje natural y construcción cultural”. Texto catálogo exposición: Un Jardín Japonés: topografías del vacío, Universidad de Granada, Centro de Cultura Contemporánea, Granada

1. El jardín japonés y el giro geográfico 

¿Por qué un jardín japonés? ¿Qué es un jardín japonés? Los interrogantes se pueden multiplicar en todas direcciones, cuando se trata de formular un proyecto de semejantes características, en las que se pretende actuar sobre una superficie con una intervención, cuyo sistema de referencias se organiza a partir de un modelo como el que constituye el jardín tradicional japonés. El proyecto expositivo “Un jardín japonés: topografías del vacío” está en el origen de este texto y del encuentro con su autora, Esther Pizarro, que concibió un jardín imaginario reinterpretando lo que se entiende por este tipo de espacio a partir de su presencia y de la experiencia del sujeto que entra en contacto con él. Cuando empezamos a hablar del proyecto, se trataba de entender que el jardín japonés era una réplica del paisaje natural y a la vez una construcción cultural que exhibía la herencia de una tradición y la existencia de un imaginario con una carga polisémica que permitía una recreación y una reinvención de su espacialidad. Los mitos del jardín japonés se han extendido tanto en el interior del país como en el exterior del archipiélago e incluso podría decirse que se han visto favorecidos por la atracción que ejercen la lejanía o el exotismo de una cultura en las antípodas. No obstante, el fenómeno es indisociable del  interés que ha suscitado el budismo Zen en occidente desde finales de la IIGM hasta el presente. En una época de confusión y crisis de valores como la nuestra, la atracción es sinónimo de necesidad de encontrar alternativas a un sistema de creencias insuficiente para negociar con la vida. Allan Watts (1915-1977) en “El Espíritu del Zen” (1958) que dedicó a la divulgación de la obra de D.T.Suzuki -su introducción al budismo Zen y los tres volúmenes de ensayos sobre el budismo de este autor- y “El Camino del Zen” (1973) subraya los cambios experimentados en el pensamiento occidental a la deriva, en el transcurso del siglo XX, y su apertura a otras culturas, cuyo auge se ha puesto de manifiesto a través de las sucesivas crisis de los diferentes sistemas en los que se apoyaba un orden del mundo. El principio budista del “Gran Vacío” se representa simbólicamente en el jardín japonés, donde las formas de la naturaleza  evocan diferentes emociones en el sujeto y una espacialidad, cuyo contacto nos hace conscientes de la fugacidad del ser del mundo y de nuestra propia temporalidad. Es la experiencia sensible del jardín la que comunica el yo y el no-yo con el espacio y el tiempo de la vida de todos los seres.

Partiendo de la idea de que todo jardín tiene como finalidad parecerse a la naturaleza, no basta con tratar de yuxtaponer los diferentes componentes que se quieran integrar en este espacio, ni con tratar de eliminar en la medida de lo posible la artificiosidad de su creación. Para que un jardín parezca un paisaje natural en el que la intervención del hombre apenas sea perceptible, cuidando de que no interfiera en la relación entre éste y la naturaleza y dificulte así su apropiación sensorial, es imprescindible concebir la relación del jardín con el entorno. La necesidad de establecer correspondencias entre el jardín y la naturaleza, el primero como una construcción cultural y la segunda como la manifestación universal del mundo físico, con su propio determinismo y libertad o espontaneidad, cuya evolución escapa a la dominación humana, indica la importancia de su comparación. La filosofía del jardín japonés, en sentido genérico, comparte algunos principios con la filosofía de la naturaleza occidental, en la medida en que el sistema comparativo que pone en relación la naturaleza intervenida del jardín y la naturaleza libre del paisaje señala aquello que, no obstante, las une y las separa. La intención subyacente consiste en descifrar las resonancias que las formas naturales imprimen con su presencia, creando un régimen de asociaciones no vinculantes entre un espacio intervenido por el hombre y la universalidad de una cosmología marco en la que todos los seres se supeditan a sus leyes.  

El jardín japonés se revela sensorialmente a través de la espacialidad y la temporalidad que lo caracterizan propiciando una experiencia multidireccional por parte del sujeto que lo contempla. Espacialidad y temporalidad se representan en este lugar, en el que se proyecta la experiencia del espacio y del tiempo de la existencia. El tiempo infinito se convierte en un tiempo caracterizado por la finitud de todo lo que existe entre los muros del espacio que ocupa el jardín. La finitud del tiempo aplica a la existencia no a lo que es siempre, como el propio tiempo, que no tiene ni principio ni fin. Tiempo y temporalidad identifican respectivamente la esencia invariable e imperecedera del primero, y la imposibilidad de ser de todo lo que existe. El ser y el llegar a ser es lo que distingue el tiempo de la temporalidad, si el tiempo se aborda como un ser siempre y la temporalidad como lo que existe y está permanentemente sujeto a cambio, mutación y desaparición. El jardín japonés aparece así como un escenario del mundo fenoménico donde el tiempo es la causa de la aparición, transformación y desaparición de todos los seres. El sentido de la temporalidad está en el origen de la experiencia del tiempo y del espacio del jardín, donde el hombre entra en contacto con todos sus elementos, construyendo imaginarios que responden a una voluntad de diálogo íntimo y a la invención de un habla que cumple la función del entre o entreidad que hace las veces de puente entre diferente especies: el hombre y los árboles, el hombre y el mar, el hombre y las piedras. Es así como el jardín japonés representa el paradigma cultural de una cosmología antropocéntrica que refuerzan budismo y sintoísmo, favoreciendo la unidad de todos los seres del universo.

En la búsqueda de respuestas para los interrogantes que puede plantear el devenir de lo humano y de todos los seres de la naturaleza tal como se revela en el jardín japonés, se impone hacer una aproximación al pensamiento de Tetsuro Watsuji (1869-1960), filósofo de la Escuela de Kioto, que entró en contacto con la filosofía de Martin Heidegger durante su estancia en Alemania. Watsuji, desde su regreso a Japón en 1928, empezó a escribir su comentario a “Ser y Tiempo”, a modo de respuesta, a partir de la cual quería demostrar que Heidegger ponía demasiado énfasis en la temporalidad del ser desplazando el concepto de espacialidad que dejaba relegado a un segundo plano. Esto le llevó a escribir el libro Fudo ningen-gakuteki kosatsu,  que se tradujo al inglés por “Clima y Cultura”, donde sostiene la importancia de la espacialidad unida a la temporalidad de todo lo que existe. “Fudo equivale a viento y tierra – el entorno natural de un país dado”. La espacialidad, según él, configura con el clima y el paso de las estaciones la identidad cultural de un pueblo. Las conexiones sociales del individuo con el medio y el entorno donde vive y con el que interactúa son determinantes, ya que la naturaleza del ser humano es dual en tanto que individuo y en tanto que miembro de uno o varios grupos sociales y nos confrontamos los unos con los otros por medio de la entreidad que se genera entre nosotros y entre nosotros y el entorno, a pesar de la soledad que aísla al hombre moderno. 

Durante sus años de estudiante en la Universidad imperial de Tokio, Watsuji había sido un defensor a ultranza de la occidentalización de Japón y de la cultura japonesa, que asociaba a la modernización de su país, a través de su reivindicación de la literatura anglosajona. Pero, bajo la influencia del escritor Natsume Soseki (1867-1916), su pensamiento da un giro radical. Conoció a Soseki en 1913 y asistía regularmente a los encuentros que se hacían en su casa, dejándose seducir positivamente, como casi todos los escritores de su generación, por este escritor de la soledad y del dolor que experimentan los personajes de sus novelas que luchando como lo hacía él mismo para combatir la condición de “extraños” en un mundo que los separa de la alteridad. Watsuji inició la reivindicación de sus orígenes en contacto con la literatura de Natsume Soseki, que lo recondujo al reencuentro con la cultura de sus orígenes, tal vez porque pudo ver en él un movimiento similar al suyo, anteponiendo la cultura de adopción durante los años que éste estuvo en Inglaterra entre 1901 y 1903, estudiando en el University College de Londres. Para Watsuji, la acción del clima en la construcción de la identidad cultural es decisiva, como lo es el hecho de que no somos seres sociales por naturaleza, sino que llegamos al mundo gracias a la relación con el otro, no sólo con quienes nos dan la vida, sino con todo aquello que constituye nuestro entorno –la lengua y la cultura, las tradiciones, la historia, el pasado la memoria y todos los seres que nos rodean. Nacemos en un mapa trazado y elaborado, sobre el que nos podemos desplazar, y aunque nuestra naturaleza migrante nos separe de los orígenes, y pertenezcamos al lugar en el que nos encontremos en cada momento, Watsuji hace observar que el entorno, entendiendo por éste la geografía y las respectivas características climáticas, es decisivo. Pese a la inevitable discusión que surge a raíz del discurso filosófico que parece latente, ante la opción de atribuirle la defensa, incluso involuntaria, de un nacionalismo, cuya legitimación podría derivarse exclusivamente  de la influencia de las condiciones ambientales sobre el hombre y el grupo o nación a la que pertenece. El debate, so obstante, puede dejarse de lado a la hora de abordar la acción del clima sobre el hombre y el paisaje, anteponiendo la información que aquél aporta y que Watsuji considera determinante en la formación del modo de ser del hombre y de la fisonomía del paisaje.

Tras considerar la importancia del entorno concebido como medio y como entre, y su influencia en el carácter y en la cultura de un pueblo, Watsuji expone tres tipos de climas básicos, en los que agrupa las diferentes manifestaciones de cada uno en diferentes regiones de la tierra y las correspondientes culturas: el monzónico, que incluye Japón, China, India, Mongolia y el sudeste asiático; el desértico, con Mongolia los países árabes y África; y el prado, que corresponde a Europa. Esta división puede cuestionarse, al igual que la postura que adopta con respecto a Heidegger y lo que le reprocha, o el hecho de conceder al clima demasiadas atribuciones, como si la evolución social estuviera supeditada a los cambios y alteraciones climáticas, a las que una cultura debe adaptarse. Pero, su mención aquí responde al interés que suscita la relación entre el hombre y el medio o entorno, entendiendo que la filosofía del jardín japonés tiene muy en cuenta la relación entre hombre y naturaleza, hombre y entorno, hombre y mundo. Lo que interesa, al abordar el jardín japonés, en tanto que una tipología de paisaje específica, es la relación que el sujeto establece con su espacialidad y la temporalidad de todos sus componentes, sin duda mediatizada por la cultura, la religión y el propio clima. Watsuji insiste en la relación del hombre con el medio y su enfoque permite respectivamente registrar la repercusión de esta relación, por la que el sujeto del paisaje se identifica con el espacio que le rodea como si fuera su doble o espejo.               

La configuración del jardín japonés es, no obstante, recíprocamente el resultado de la acción del hombre sobre el paisaje y por consiguiente, una construcción cultural que imita la naturaleza. La reciprocidad de fenómenos que se yuxtaponen en este ámbito consigue elucidar la clase de relación que mueve el sentido de las  figuras con las que se entra en contacto en el recinto del jardín y la experiencia del sujeto que lo habita esporádicamente. El jardín japonés es un paisaje construido por el hombre y un escenario en el que se exhiben composiciones de diferentes elementos naturales, como si se tratara de elementos morfológicos cuya disposición en el espacio muestra la intencionalidad de lo que se quiere transmitir. La intervención del ser humano en la composición del paisaje del jardín implica a su vez una proyección de la identidad del sujeto que formula la ordenación del territorio, que pasa a tener un carácter propio. El interés por este espacio definido como la expresión de una identidad cultural específica se ha reactualizado permanentemente desde su implantación en Japón en el siglo VIII. El actual giro espacial que se ha producido en las ciencias sociales planteando nuevas formas de articulación entre la historia y la geografía, entendiendo por esta última todas las especies de espacios donde el tiempo fabrica el acontecimiento, ha sido útil para revalorizar el jardín japonés, en tanto que expresión de una cultura, una filosofía y una religión que confluyen en la formación de la identidad nipona. Hoy, la creación del jardín japonés se puede concebir como el resultado de prácticas espaciales por parte de arquitectos y paisajistas, que asumen la lectura del tiempo en el espacio, conscientes de la importancia de la espacialización y de la espacialidad para el discurso filosófico contemporáneo, ante la crisis de la historia. Si la modernidad había privilegiado el tiempo en detrimento del espacio esto habría hecho que este último hubiera recibido un tratamiento secundario, al igual que la sociabilidad que le corresponde en cada caso. El giro espacial y las prácticas espaciales de las ciencias humanas han favorecido una nueva conciencia del espacio en el que vivimos o habitamos, por el que nos desplazamos y experimentamos el tiempo.

Es en el marco de este giro, donde un espacio como el del jardín japonés cobra un interés renovado por tratarse de un lugar que el hombre transforma atendiendo a reglas y convenciones heredadas con la tradición y que tiene en cuenta la relación entre el hombre y el entorno a través de la creación de una espacialidad representativa de su identidad cultural. El jardín japonés es una geografía parlante que se dirige al sujeto que lo visita esporádicamente o a diario formando parte del paisaje o entorno del lugar donde se encuentra situado. La espacialidad del jardín reúne los componentes de su temporalidad –árboles, piedras, rocas, flores, musgo, arbustos, agua, grava, porque las piedras también tienen vida por cuanto significan al igual que los demás seres de la naturaleza y dicen. El formato del haiku parece adaptarse perfectamente a su lenguaje y comunicarse con esta geografía que habla a los sentidos como se deriva de los innumerables ejemplos que describen el estado de la naturaleza del jardín y los síntomas que sus componentes exhiben relativos a los efectos de su temporalidad. En la narrativa del haiku, se ostenta una percepción sensible del mundo natural que el hombre en tanto que sujeto del paisaje describe yuxtaponiendo imágenes como se  desprende de la mayoría, favoreciendo una simultaneidad que articula varios fenómenos. Los ejemplos son interminables, pero he seleccionado algunos, por lo que dicen mostrando cómo el hombre se comunica con la naturaleza y como ésta recíprocamente se comunica con él: “La caída de las hojas / ha dejado un poco de otoño/ en las ramas más bajas” (Sozan), o “Las nubes de flores / no saben hacia dónde caen, / si al este o al oeste” (Yaohiko). “El otoño y el invierno hablan de la muerte, da vueltas en mi pensamiento” (Yayu). Se pierde la noción del paso de los días y de las horas: todas las formas de la naturaleza son efímeras. Hoy florece el cerezo, mañana caerá la flor. Nacemos, pero la mortalidad de todos los seres de la naturaleza es la propia imagen de la muerte del sujeto que la contempla. La empatía que se genera al compartir con la naturaleza el mismo proceso por al cual nacemos y morimos favorece esta comunicación entre el hombre y el entorno, y el jardín es en este sentido un paisaje creado por el hombre en el que éste se ve a su vez privilegiadamente representado en su autenticidad.

2. Antecedentes

El interés de occidente por el jardín japonés no es exclusivo de una nacionalidad u otra ni un fenómeno separado de un contexto que ha favorecido los intercambios entre Japón y el resto del mundo, sino que ha recorrido las mismas rutas que aquellas a través de las cuales se han realizado los intercambios comerciales, por tierra, mar o aire, desde el siglo XIX hasta la actualidad. La popularidad de los jardines japoneses se remonta hasta los inicios de la influencia de Japón en las artes decorativas de Occidente y en la pintura a través de accesorios, mobiliario, xilografías, el té y los productos más comunes destinados a la exportación desde mediados del siglo XIX. El fenómeno conocido como japonismo se encuentra en el origen de la afición por una cultura en las antípodas de la nuestra en la que se encuentra fuente de inspiración debido a su exotismo, cultura y religión, de la misma manera que Japón a medida que se incrementan los intercambios quiere occidentalizarse. Lo que Occidente encuentra en Japón y la cultura japonesa son alternativas para sus fuentes de inspiración y una fuente de renovación estética que se percibe tanto en el impresionismo como en el modernismo y el Art Nouveau. Artistas como Monet, Degas, Van Gogh, Pisarro y Toulouse Lautrec, al igual que algunos artistas de las primeras vanguardias históricas del siglo XX o más tardíamente otros como Joan Miró, se dejan seducir por lo japonés y diferentes aspectos de la cultura japonesa que imponen modas y tendencias.

La admiración de occidente por Japón se conoce por el nombre de japonismo, desde que Jules Claretie en 1872, en “L´Art Français” lo codifica por así decir para describir la influencia de los principios del arte japonés sobre los artistas europeos y en particular los franceses que convirtieron esta atracción por lo japonés en una moda. Aunque también se atribuye la iniciativa a otro crítico de arte, Philippe Burty, que en 1876 empleó el término para describir el interés y fascinación por la cultura japonesa.  Diez años antes, en la Exposición universal de Londres de 1862, el arte y la artesanía japonesa, y en particular las estampas ukiyo-e alcanzaron gran popularidad. La presencia de Japón en Europa respondía a la apertura de los puertos comerciales del archipiélago nipón saliendo así del gran aislamiento en el que había permanecido hasta entonces este país. Curiosamente, no obstante, mientras el gusto por lo japonés extremaba el interés por el descubrimiento de Japón y su cultura, en Japón se producía simultáneamente un proceso de occidentalización que coincide también con los viajes a Japón desde occidente y el proceso de occidentalización respectivo que acuña el interés mutuo de japoneses y europeos por conocerse. En 1867, la Exposición Universal de París dio una gran cobertura a Japón y sirvió para iniciar la exportación masiva de uno de sus productos más característicos, el té japonés y los chirimen-e, la versión más popular de los ukiyo-e, que servían de envoltorio pero acabaron siendo valorados como una mercancía. No obstante, muchos lazos se crearon a partir de los relatos de viajes, el comercio directo, las traducciones y miles de referencias que introdujeron la moda de lo japonés. Pero, en la misma década de 1870, también se produce en Japón una fuerte tendencia a la adopción de los usos y costumbres occidentales.

La fascinación por el jardín japonés en Occidente ha llevado a la creación de jardines en EEUU, que cuenta con más de veinticinco jardines repartidos por todo el país, Alemania, Argentina, Australia, Austria, Bélgica, Brasil, Bulgaria, Chile, Costa Rica, Francia, Hungría, India, México, Mongolia, Mónaco, Holanda, Noruega, Polonia, Rusia, Servia, España y Suecia. Aunque de diferente formato e importancia, todos imitan las composiciones de los jardines japoneses, utilizando idénticos materiales y caracterizando singularmente estos espacios de meditación que corresponden a los jardines Zen y/o a los jardines de té.

Algunos de estos jardines fuera de Japón se han hecho célebres, convirtiéndose en una atracción turística, por tratarse de imitaciones cuya finalidad es parecerse el máximo posible a los jardines japoneses tradicionales. A menudo, se pone de manifiesto el interés y la admiración por el jardín japonés como una forma de paisaje diseñado por el  hombre y en el que éste ejerce el control de los elementos y de su disposición. El proyecto que se presenta, sin embargo, no trata de reconstruir, de emular ni de copiar un jardín japonés, sino de proponer la reflexión comparada sobre las representaciones culturales del jardín en oriente y occidente, a partir de una construcción simbólica que ponga en relación la identidad cultural y el territorio, sin ser una copia pero recuperando aquellos elementos convencionales que han constituido la singularidad del jardín japonés.

Yuko Hasegawa, conservadora jefe del Museo de Arte Contemporáneo de Tokio, optó por el tema “Descentralizando Occidente” para la Bienal de Sharjah de 2013, con el propósito de “crear un diálogo a través del arte que nos libere del Eurocentrismo, el Globalismo y otros ismos”. Inspirándose en la arquitectura del jardín islámico –en particular de los jardines históricos de Sharjah, proponía una nueva cartografía cultural para reconsiderar las relaciones entre el mundo árabe, Asia y el Lejano Oriente. Para ella, el jardín en tanto que espacio de  experimentación parecía prestarse al desarrollo de un espacio para el conocimiento, a través de las intervenciones efímeras de artistas y arquitectos. El jardín, de Granada a Kioto, como espacio de representación cultural significaba para Hasegawa un objeto de investigación que podía conducir al estudio comparado de la diversidad multicultural en un mundo global. La distancia entre la Alhambra de Granada y los jardines de Kioto se recorre a través de rutas comerciales que van de oriente a occidente y viceversa, que en el jardín japonés se traducen en caminos o senderos perfectamente diseñados, para comunicar dos o más puntos y conducir al visitante. En cierto modo, su actuación consistió en el diseño de un itinerario discursivo entre oriente y occidente, para alimentar la experiencia  viajera de un imaginario en busca de lo nuevo.

Las intervenciones de paisajistas, arquitectos y diseñadores en la creación del jardín japonés moderno, como se ha mencionado, se encuentran entre los referentes que han hecho concebir la propuesta de Esther Pizarro que se presenta aquí. Éstas han supuesto una revalorización de espacios públicos y/o privados que forman parte de la vida cotidiana en Japón, propiciando una transformación de los elementos constitutivos tradicionales y de la composición de los mismos, sin restricciones. La apertura en la concepción de este espacio ha favorecido simultáneamente no sólo su inclusión en lugares o contextos inesperados, sino también su creación con nuevas perspectivas y expectativas. De los jardines japoneses históricos creados bajo la influencia de la filosofía Zen a los  jardines japoneses modernos y contemporáneos se producen transformaciones que se inician ya en el período Kamamura y Muromachi (1185-1573), seguido del breve período Monoyama (1568-1573). En 1251, un sacerdote chino manda construir el primer jardín Zen en Kamakura, contribuyendo al renacimiento religioso y artístico en esta disciplina. También son de este período otros templos y los jardines adyacentes como los que rodean el Kinkaku-ji o Pabellón de Oro, construido en 1398, y el Ginkaku-ji o Pabellón de Plata, en 1482. Pero, no será hasta principios del siglo XVII, durante el período Edo, también conocido por el nombre de Tokugawa, cuando el jardín japonés adquiera una fisonomía propia distanciándose de la influencia china de los inicios.

El jardín japonés es una denominación que deriva a su vez del intento de creación de paisajes idealizados en miniatura, bajo la influencia de China.  Los modelos de jardín que se empezaron a construir respondían a dos tipos de iniciativas: el jardín de los emperadores y de la nobleza diseñado para el placer estético, como se puede ver en los jardines del primer palacio imperial de  Kioto construido en el siglo VIII; y el jardín adyacente a los templos budistas, diseñado para la contemplación y la meditación. Los jardines japoneses se desarrollan a partir del intercambio comercial, político y económico entre China y Japón durante el período Asuka, en los siglos VI y VII, donde también se producen la llegada del budismo procedente de China y la introducción de la escritura kanji. La especificidad del jardín se elabora a partir de la adopción de un sistema de creencias y de una cultura que pone en juego el ejercicio de la traducción en el sentido más amplio hasta hacer una apropiación que determina su individualidad sin borrar sus antecedentes, pero adquiriendo características que son exclusivas de un modo de concebir la relación con la naturaleza y su manifestación en el espacio del jardín.

La finalidad de la propuesta de Esther Pizarro está en relación con el hecho de que el jardín japonés se entienda como una forma de arte desde hace más de mil años y como una expresión de la cultura nipona. No se trataba de reproducir un jardín tal cual, recreando con sus elementos más comunes el estilo o estilos correspondientes a la variedad de jardines japoneses que se pueden visitar dentro y fuera del país, ni de recrear un modelo para instruir cómo se puede concebir un jardín. La artista, de acuerdo con las interpretaciones contemporáneas más relevantes de arquitectos, artistas y diseñadores en la creación de un espacio de semejantes características y funcionalidad, planteó previamente la viabilidad de un espacio informado que no perdiera sus connotaciones en cuanto a significar lo que pretendía hacer a la hora de dibujar sobre plano el paisaje de un jardín japonés de su invención. Su distanciamiento de prácticas que pretenden emular modelos ya consolidados y aceptados no puedo evitar cierta investigación de las resonancias de los mitos de este tipo de jardín tan popular y tan misterioso a la vez. Se trataba de proponer un ejercicio hermenéutico que tuviera en cuenta el modelo de espacio que actúa como referente, sin dejar de tener en cuenta que toda representación espacial del jardín es una construcción cultural, en la que intervienen las transformaciones que ha experimentado su concepción, de acuerdo con los cambios sociales y urbanos del Japón contemporáneo.

Entre los paradigmas más relevantes del tipo de intervención que se plantea, cabe nombrar la que hizo el maestro de Ikebana y paisajista Yukio Nakagawa en 2003 para la Maison HERMES de Tokio. Bajo el título “Ondes oniriques”, cubrió el suelo con 700kg de lavanda, para estimular los sentidos de la vista y del olfato respectivamente, porque, según él, “la vida de las flores nos informan acerca de todos los tipos de vida”. Aunque no menos influyentes son los proyectos de algunos protagonistas de la revolución que ha experimentado el diseño de jardines en Japón por arquitectos y paisajistas como Isamo Noguchi, Tadao Andao, Mirei Shigemori con el que Yukio Nakagawa había trabajado en colaboración en varias ocasiones, Arata Isozaki, Toyo Ito, Masatoshi Takebe, Kengo Kuma, Masahisha y Tsuneko koike, Satoru Masaki, Masayuki Yoshida, Kazusama Ohira, Tsuyoshi Nagasaki, Shunmyo Masuno, Ikuma Shirai, Kosuke Izumi, Kazuyo Shejima and Ryue Nishizawa, Yoshiji Takehara y Michimasa kawaguchi, a los que obviamente se tiene en cuenta en esta propuesta. Las aportaciones particulares de cada uno de ellos supone una revisión y una revalorización de las equivalencias existentes entre el arte del jardín, la caligrafía japonesa y la pintura hecha con tinta, que se amplían a otras disciplinas como la arquitectura o las artes visuales, potenciandoo una nueva conceptualización de este microcosmos del paisaje natural que caracteriza el jardín japonés, más allá de lo que se entiende por jardines secos o jardines húmedos, cuya división no interfiere en el tipo de elección o variación por la que se opte a la hora de plantear un proyecto de jardín japonés moderno que no descarta los beneficios resultantes de la hibridación de los modelos originales.

3. El jardín presencia y el jardín experiencia

El nombre del proyecto “El jardín japonés. Topografías del vacío” de Esther Pizarro trata de incorporar el vacío como espacialicidad de un entre o entreidad que comunica el no ser y el ser del mundo, a la vez que se entiende como energía que mueve el llegar a ser de las cosas y de todos los seres del universo. El jardín es una representación del vacío por cuanto su acción se revela a través del paso de las estaciones, donde se reproduce el proceso de nacimiento y extinción de la vida en el marco de unos ciclos que se reproducen sin cesar. El entre o la entreidad equivale al medio que hace posible la vida de todos los seres, sin dejar de ser el lugar al que regresan todos los seres al morir o desaparecer. El ser en el mundo y el no ser están en conexión gracias al entre que acoge el principio y el fin de la existencia de todos los seres. El término topografía hace alusión al lugar (topos) y a su descripción (grafía) y el hecho de unirlo, como hace la artista, a lo que significan para nosotros el vacío o la nada del ser, pese a parecer una contradicción, plantea la opción de determinar la espacialidad del vacío o su imaginario.  El ser y la nada son dos estados de la existencia que conviven en el vacío, cuando éste se entiende como la fuerza universal que mueve el mundo y da vida a todos los seres. El vacío del Tao es el ser real o incondicionado, el principio del mundo, pero también el fin o la nada en la que todos los seres se precipitan.

El jardín japonés imita la naturaleza –todos los elementos que lo integran le pertenecen y se comportan como ella. D. T. Suzuki (1870-1966), en “La práctica del monje Zen” hace observar la atracción que ejerce la naturaleza en todos sus estados para un oriental y la relación íntima que éste puede llegar a establecer con ella, como una experiencia de conocimiento en base a la cual se aprehende el significado oculto de algunos de sus elementos, que sólo se pueden desvelar cuando se produce la iluminación y somos capaces de ver en la luna, por ejemplo, una imagen de la eternidad de las cosas que se une a la idea de vacío  acotado, que el budismo zen entiende como pura negatividad que integra el ser y el no ser. La plenitud del vacío indica la equivalencia entre el sujeto o yo y el no-sujeto. La vacuidad en este sentido es transparente, carece de opacidades, porque su no ser la hace permeable y el vacío es él mismo la iluminación que nos permite abordarlo. La de la mayoría de haikus consiste en esta ambivalencia que alcanza en la naturaleza su máxima representación, entre el es y el no es de todas las formas naturales.

La capacidad significante de los elementos que componen el jardín japonés obligan a hablar de su espacialidad como un lugar informado que nos transmite y comunica una verdad a la que de otro modo no se tendría acceso. “La forma es el vacío, y el vacío es la forma” une dos palabras que se contraponen entre sí como opuestos que a la vez pueden llegar a identificarse sin sacrificar su carga simbólica. Si la forma es el vacío y el vacío es la forma, ¿decimos acaso que la forma no existe porque equivale al vacío o por el contrario afirmamos que el vacío existe en la medida en que tiene forma? En la obra citada, D.T. Suzuki tras describir el significado de la campana cuando se aproxima el crepúsculo y los pájaros buscan el nido entre las ramas de los árboles para recogerse durante la noche, se refiere al modo en que resuena su estruendo en todo el valle al hacer la llamada nocturna. Y un poco más adelante, cuenta otra anécdota en la que se menciona a Yun-Mên, el monje que fabricó una campana y los demás monjes que le esperaban en el monasterio celebraron su entrega, por el valor que ésta tiene en los templos budistas. Al mismo Yun-Mên atribuye haber anunciado una vez que el verdadero vacío no destruye la existencia como tal (astitva) y que el verdadero vacío no difiere de la forma (rûpam), lo cual hizo surgir el clásico interrogante en boca de uno de los novicios que preguntó -¿Qué es el verdadero vacío? Y el maestro le respondió con otra pregunta -¿Oyes la campana? A lo que asintió afirmativamente, aunque el maestro no esperaba esta respuesta y le deja diciéndole que no lo entenderá por mucho que se esfuerce.

El monje pregunta qué es el verdadero vacío, porque se espera de la respuesta del maestro una enseñanza o unas instrucciones para acceder a su experiencia o conocimiento, pero este último le sorprende contestando con otra pregunta, tratando de que entienda que si oye el sonido de la campana, es porque este sonido es el auténtico vacío. Es decir, en la medida en que el vacío en su plenitud es negación pero también afirmación de la negación, el vacío es el sonido de la campana que estremece el valle y es también la ausencia de sonido. Pero, ¿cómo se puede entender la coexistencia de la plenitud del vacío y la negatividad pura con la que se identifica el vacío en tanto que la nada del ser y simultáneamente el ser mismo? El vacío es el ser, de otro modo el vacío mismo estaría vacío y resultaría inconcebible. El aparecer, el permanecer y el cesar son los tres movimientos de la existencia que se representan en la vida de todos los seres, porque no hay esencias fijas. La filosofía del jardín tiene en cuenta la impermanencia de todos los fenómenos, ya que el mundo sensible está vacío de la inherencia que se le atribuye a menudo por error. Los componentes de su espacialidad son la demostración de la temporalidad de las supuestas esencias, ya que lo que impone la disposición del conjunto trata de comunicar la verdad última por la que se informa que este mundo está vacío de existencia inherente.

El eje del proyecto de Esther Pizarro no se puede comprender realmente, si no se contextualiza en el conjunto de su obra, lo cual supone que para valorar este trabajo particular hay que hacer una revisión en profundidad de su trayectoria. Aunque esto sea imposible hacerlo aquí por razones obvias, sí es posible tratar de contextualizar el proyecto en el itinerario de la artista durante los últimos quince años en los que se puede comprender su  trayectoria. No obstante, antes de nombrar brevemente los proyectos anteriores y con los que se le puede vincular, es la experiencia sensible del espacio y del tiempo, en un microcosmos que se convierte en un espejo del macrocosmos del universo, la que pone en movimiento opciones para su reproducción en registros que pertenecen a otro orden significante. El jardín japonés admite representaciones de la vida y la muerte del mundo, de la belleza y de su negación, a través de los elementos que lo integran prestándose a su contemplación. El diseño de jardines no es ajeno a la concepción del espacio que hace de contenedor, en el que se pone en práctica la escritura organizándose en texto, como si cada conjunto se pudiera identificar con un kanji imaginario, sin que en la actualidad exista limitación alguna derivada de una normativa excluyente que obligue a ceñirse a un tipo de expresión en lugar de otro.

El yo que atraviesa el jardín camina no por encima sino dentro del texto que se organiza en jardín con sus componentes. La espacialidad y la temporalidad son comunes a todas las escrituras y su decir fluctuante.  Este sujeto anónimo del habla es el mismo que hace adopción temporal del espacio a través del caminar. Correspondencias y disonancias se activan en el imaginario que suscita el camino, que para  el busdismo Zen equivale a conocimiento, aunque también una filosofía de vida. Los principios del taoísmo presuponen la equivalencia entre el Tao y el proceso concreto e indefinible del mundo, aquella inteligencia que da forma al mundo, el Camino de la vida. Camino y habla se asocian fácilmente,  considerando que la experiencia del habla equivale al caminar. No obstante, el sujeto del habla que entra en contacto con la naturaleza en el jardín japonés alcanza un conocimiento interior y exterior a través de la percepción sensorial que se puede describir a través de los términos sabi, wabi, aware y yugen. Equivalentes a cuatro estados de ánimo, el sabi hace referencia a la soledad; el wabi a la melancolía; el aware no se entiende como tristeza ni nostalgia, sentimientos más afines a la melancolía y a la soledad, sino como la experiencia de la fugacidad del mundo y de la forma del Gran Vacío; y yugen, la extrañeza del misterio de las formas naturales que la observación nos hace percibir en la desolación del otoño o en la euforia de la primavera.

Podemos mirar un jardín japonés como si se tratara de un texto indescifrable, que no obstante podemos aprender a leer a través del reconocimiento de sus elementos y el simbolismo a los que éstos se prestan. El potencial semántico del jardín convierte su espacialidad en representación del vacío, tal como se entiende en base al budismo Zen y el sintoísmo. Este potencial se revela a los sentidos, convirtiendo su percepción en una experiencia multisensorial, que privilegia el conocimiento que aporta la emoción resultante del contacto con la temporalidad de todos los elementos. La temporalidad identificada con la impermanencia de todos los seres favorece la relación entre el yo y el paisaje del jardín; el sujeto identifica a través de la contemplación sus estados de ánimo con aquellos que atribuye a la naturaleza y a sus elementos, sumergido en la atmósfera del jardín De ahí que establezca una relación que lo iguala con las piedras, el musgo, el agua y los árboles, facilitando la comunicación entre él, su espacialidad y la temporalidad o impermanencia de todas las formas naturales, que si bien es la imagen de su propio cese también lo es de su posibilidad de llegar a ser.

4. El proyecto

Los precedentes del presente proyecto de Esther Pizarro se encuentran en los trabajos que viene realizando desde hace casi dos décadas y, por consiguiente, se puede observar que la génesis de su actual concepción de un espacio como el jardín japonés evita la casualidad para respetar la coherencia y la continuidad de una obra que versa fundamentalmente sobre la espacialidad y el giro geográfico que desde hace unos años se ha producido en las ciencias sociales. En el inventario de su obra, catalogada en tres categorías –esculturas, intervenciones e instalaciones- se pueden encontrar claros antecedentes de su jardín japonés. La revisión de sus proyectos precedentes ayuda a comprender mejor sus iniciativas, al poder articularse perfectamente entre sí. Sin que la división que hace la propia artista sea un impedimento para saltar entre categorías y formatos, ya que la continuidad se impone, el sistema de catalogación es útil para ordenar los diferentes registros que se perciben a lo largo de su trayectoria. La elección de algunos de sus trabajos para contextualizar el jardín japonés contribuye a entender mejor la intención del proyecto. Al hacer este repaso por formatos de presentación, en primer lugar mencionaría aquellas esculturas que sólo se adaptan a un concepto de escultura expandida, en el que la arquitectura hace presencia de manera insistente, tanto en el plano como en sus construcciones tridimensionales, sea con las esculturas, las intervenciones o las instalaciones. Entre las esculturas, responden a estas apreciaciones los mapas y planos urbanos de Los Angeles (1997); “Construir ciudades” (1998-2000); y “Topo+grafías” (2000-2002), construcciones en tres dimensiones, cada una representando un barrio de París, como si se el perímetro se identificara con el dibujo sobre plano, y con diferentes alturas mientras que en su interior unas escaleras conducen desde la base a la parte superior de las correspondientes estructuras. Tanto las esculturas mencionadas como las “Geografías interiores” (2005), las “Geografías corporales” (2006) y las “Prótesis domésticas” (2013) contienen ya muchos elementos que interactúan siempre en su obra, como el mapa, el plano y la escala que se reencuentran sin cesar en sus reinscripciones espaciales.

La predilección por el mapa y la cartografía en la trayectoria de Esther Pizarro se manifiesta tempranamente y está en el origen de la mayoría de sus intervenciones, en las que reaparece una y otra vez, mediante la reproducción de mapas imaginarios donde expone la morfología de los elementos y la sintaxis que los hace significar. La suya es una escritura de la espacialidad que se presta a lecturas que se corresponden con los registros que la artista hace, como si se tratara de reescribir un texto. La artista actúa como un cartógrafo de la espacialidad que interpreta y reinterpreta en cada proyecto, oponiendo o yuxtaponiendo los elementos arquitectónicos que diseña. El procedimiento hace alusión a  lo que pretende comunicar o transmitir en semejantes condiciones, como en “Topografía funcional” (1998), proyecto realizado en colaboración con los arquitectos Enrique Sobejano y Fuensanta Nieto, que ella describe como un mapa metafórico de la morfología de la planta del barrio de La Latina en Madrid. El mapa del plano se superpone a tres elementos de diferente altura, a modo de peana, concebidos como mesa y asientos, en acero inoxidable y aluminio fundido. Cinco cipreses formando ángulo recto delimitan el dentro y el fuera dejando un paso entre ellos para filtrar la mirada e incorporar esta intervención urbana.

Respectivamente, “Fragmentos de Historia y Paisaje” (1999), que realizó con Mónica Gener, es un mural con relieve de gran formato, donde la historia y la geografía del municipio de Arganda del Rey se entrecruzan, cuestionando la transformación del entramado de vías de comunicación con la historia, poniendo en relación el siglo XII, 1580, año en que Felipe II otorga a Arganda del Rey la condición de Villa de Realengo, y 1999, año de la realización del proyecto. Otra intervención similar es “Cartografía de una época” (1999) que la artista describe como una anamorfosis de los distritos de Tetuán y Moncloa. Se trata de otro mural sobre un gran panel de acero galvanizado y a modo de serigrafía sobre aluminio. El mural se hizo para la estación de metro “Francos Rodríguez” y abarca el plano de los distritos de Tetuán y Moncloa, donde se inscribe la biografía personal del escritor y periodista que es objeto de homenaje. Estos murales son mapas del territorio atravesados por la historia, el pasado y la memoria.

También encajan dentro de este marco la “Fuente de la Palabra” (IVAM, Valencia, 2005) y la prominente instalación que realizó en el Pabellón Acciona de la EXPO de Zaragoza en 2008, “Fósiles urbanos”, en cuyo interior un muro curvo de seis metros de alto forrado de aluminio fundido. A pesar de la dureza de los materiales, una rasgadura surca horizontalmente la pared que se abre como la grieta de una herida que no ha cicatrizado: herida del tiempo y herida de la historia personal y de un país que se han fosilizado, sin haberse curado. Intervención poética que sorprendió favorablemente a los visitantes, por la austeridad del dibujo y el sentido profundo que parece haber querido dar a la hendidura irregular, que daña la superficie del muro. En la intervención “Jardín urbano” (Navas del Marqués, 2010), donde construye tres grandes parterres de chapa de hierro a modo de contenedores de hierro que admiten diferentes plantaciones, incluso la posibilidad de convertirse en pequeños huertos urbanos, cuyo referente son las tres áreas que conforman la planimetría de esta localidad abulense, vuelve a mostrar el sentido de sus intervenciones y las implicaciones de aquello que se pretende representar. Estos planos y construcciones hablan del cuerpo humano y de su espacialidad. En la “Urbe verde” (2012), la artista dibuja tridimensionalmente un jardín para un espacio urbano, a base de estructuras que cubre con una superficie de césped en triángulos, cuadrados o rectángulos, como si trazara surcos que hacen de separadores naturales o caminos. La reducción del paisaje natural al que da cabida en estos volúmenes que ella divide formando cuatro unidades de tres, cuatro o cinco elementos, le permite articular entre sí formas, que la naturaleza dispone arbitrariamente mediante su reubicación en un espacio que domina, imitando el espacio de un jardín con piedras para no pisar la hierba.

En el grupo de instalaciones que conducen hasta el jardín japonés, su proyecto más reciente, merecen mencionarse especialmente “La Noche oscura”, título de uno de los grandes poemas de San Juan de la Cruz, que presentó en el Centro de la Mística de Ávila en 2004. Inspirándose en la experiencia ascética del poeta que aspira al conocimiento de la verdad última a través del vaciamiento interior o simulacro de muerte por el que se renuncia a este mundo para perderse e ir al encuentro con Dios. La artista representaba con ocho cubos los ocho grados o etapas de esta experiencia mística.  A modo de cajas de luz donde se representan fragmentos de la naturaleza, y una proyección de gran formato en ángulo sobre las paredes, la artista creaba un entorno natural en el que se representaba la noche oscura del alma. Pero, los patrones o modelos que muestran tal vez mejor las relaciones o conexiones en el interior de su obra se ven aún más claramente en proyectos como “Piel de Luz” (Pabellón de Bilbao de la Shanghai, World Expo, 2010), instalación de gran formato, a modo de gran maqueta recreando en palabras de la artista la topografía de la ciudad como si albergara un cuerpo latente en su interior. Teniendo en cuenta la morfología de la ciudad, ella quería representar las tres revoluciones de la ciudad –industrial, urbana y del conocimiento- y hacer consciente ue el sistema de comunicaciones es comparable al sistema cardiovascular del cuerpo humano.

Hay una estrecha conexión entre esta compleja instalación y los “Mapas de Movilidad. Patronando Madrid” (2013), también de gran formato, donde la artista aborda, a partir de los recorridos hechos por cien habitantes a quienes pidió originalmente una descripción de sus trayectos más habituales, una geografía humana que de ordinario no es tenida en cuenta. Esto le llevó a articular una red de caminos invisibles sobre el mapa de la ciudad de Madrid, mostrando los encuentros y desencuentros que se revelan sobre el plano abstracto del centro urbano, al margen de sus protagonistas. La deriva situacionista inspiró este proyecto de la artista que vaciaba la ciudad en este proyecto para diseñar las rutas de ciudadanos anónimos como si se tratara de nómadas urbanos que pueden revolucionar el urbanismo de cualquier ciudad, con su apropiación legítima de un espacio que les pertenece. La extensión rizomática de esta deriva urbana estaba, no obstante, contenida en el mapa, que la artista desempeñando la función del cartógrafo diseñó para mostrar los diferentes registros que se superponen unos a otros a través de la experiencia geográfica de la ciudad.

El jardín japonés es el proyecto más reciente de la artista, pero no se puede aislar del resto de su trayectoria, como se ha tratado de hacer ver, porque en su formalización reaparecen los temas relacionados con la espacialidad y la temporalidad de la experiencia humana de  proyectores anteriores, al igual que las soluciones por las que la artista suele optar. En las primeras conversaciones que mantuvimos sobre el modo de enfocar el proyecto, quedó claro que era imprescindible anteponer el objetivo del mismo y lo que se quería comunicar a través de la construcción de un jardín japonés teniendo en cuenta la filosofía del jardín y el simbolismo de sus componentes. Sabíamos que cualquier descripción e interpretación debía presuponer por una parte, la naturaleza efímera del jardín –plantas y árboles crecen y mueren al ritmo de las estaciones; los niveles de agua crecen y disminuyen; y las piedras se pueden añadir o reponer-; y, por otra, las correspondencias existentes entre el jardín japonés y la religión, la filosofía y la cultura que están en su origen. Muchos jardines rodean los templos Zen, lo que ha hecho creer que son la expresión de la filosofía Zen. Pero, el Zen moderno  puede no estar en consonancia con el Zen del pasado. Esto lleva a ver también la relación entre el jardín y la contemplación diferenciando contemplación y meditación Zen. Budismo y Taoísmo fueron importados de China y Corea, al igual que otros elementos de la cultura japonesa más antigua, como se ha podido comprobar a la luz del descubrimiento arqueológico de los primeros jardines que se construyeron en Japón en el siglo VIII.

Sobre la base del plano que conforma la superficie, el mar interior que  bordea el archipiélago –o  mar de Seto- el mar de Japón al oeste y el océano Pacífico al este, el proyecto contempla la reproducción de un espacio similar al que ocupa el país, en miniatura, para poner en conexión la topografía y los datos que ésta aporta en la constitución del territorio. La construcción de un jardín japonés se entendió desde un principio como el resultado de su incorporación, mediante la simulación morfológica y sintáctica de elementos que podían intervenir en su composición. Obviamente, la miniaturización del mapa del país respondía también a la que con frecuencia se representa en otras figuras como el bonsái. Pero, también y de una forma más directa, se quería establecer una conexión  con el hecho de que los jardines japoneses tengan sus raíces en el shintoismo y en Shinto (término que procede del chino Shen Tao), la divinidad que crea las ocho islas perfectas y los shinchi, los lagos de los dioses. En base a la superficie del plano del país, y partiendo de la división en las ocho regiones y las cuarenta y siete prefecturas del mapa político, el proyecto de instalación pretendió tener en cuenta desde el principio, el territorio y el entorno, identificados respectivamente con la planta del archipiélago nipón y el mar que lo circunda. De ahí que la tipología topográfica y geográfica de Japón –un país islado, donde la tierra se recorta en fragmentos sobre el agua y que el shintoísmo compara con el caparazón de una tortuga marina- se represente a través de los volúmenes geométricos que se recortan sobre el océano blanco de sal.

El shakkei o “enmarcado” es la primera condición para que el jardín exista: se trata del diseño de los límites y de la disposición de sus elementos constitutivos, ya que es un jardín cerrado, que debe aislarse el máximo posible del exterior. Todos los jardines parecen imitar esta condición del país, donde los elementos naturales y el culto a la naturaleza forman parte tanto de sus creencias religiosas como de su filosofía. La artista investigó aspectos que la condujeron a entender la razón estructural de las dualidades que se generen a partir del concepto de vacío (ma) y de no-vacío o del wabi-sabi, en virtud del cual se eliminan las oposiciones entre el día y la noche, lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo, la vida y la muerte, porque todo puede estar contenido en cada totalidad. Asociada a este principio de equilibrio, se puede entender la importancia de las estaciones y cómo se representan en el jardín japonés: cada estación se aprecia por la posibilidad contenida en cada una de la que le sigue, aunque sea en detrimento del carácter efímero de sus producciones. Las estaciones siempre se reciben con expectación: la primavera por los cerezos en flor; el verano, por las azaleas; el otoño, por los arces y el invierno, por los pinos que se aprecian especialmente por su longevidad y resistencia. 

El jardín japonés en el presente proyecto se enmarca en los límites cartográficos del archipiélago donde el mar es la plataforma sobre la que la naturaleza ha dispuesto las diferentes unidades terrestres que se identifican respectivamente con las principales islas, Honshu –donde aparecen los primeros jardines japoneses, influenciados por las singulares características del paisaje de esta isla que es el centro y el corazón del país nipón- Hokkaido, Kyushu y Shikoku –de mayor a menor- constituyendo el 97% de la superficie total del país y concentrando la mayor parte de la población también- a las que siguen las islas de Mairuppo, 800 kms al noroeste de Hokkaido, y Okinawa, 600 kms al sudoeste de Kyushu y otras 6848 islas menores adyacentes. El mapa político del décimo país más poblado del mundo con 127 millones de habitantes según el censo de 2005, se estructura políticamente en 8 regiones –Hokkaido, Tohoku, Kanto, Chubu, Kansai, Chugoku, Shikoku y  Kyushu & Okinawa- y 47 prefecturas, como ya se ha mencionado. La propuesta de Esther Pizarro contempló desde el inicio esta división para proyectar la arquitectura del jardín japonés entendiendo que las superposiciones de registros –el geográfico, el político, el histórico y el humano- podían intervenir en su configuración privilegiando la espacialidad del jardín.

La dimensión geográfica expandida le permitía utilizar diferentes dinámicas derivadas de una geografía física y de una geografía humana interconectada, de manera que en el origen del proyecto la noción de lugar y territorio cultural resultan de utilidad para formalizar el concepto del proyecto. La representación en el modelo de espacio intervenido que es constitutivo del jardín permite elaborar una construcción lingüística mediante la que se propone un diálogo y una comunicación que favorece la interlocución. El jardín japonés es un espacio de representación cultural privilegiado, en el que se reúnen múltiples aspectos físicos, humanos y culturales arraigados en su historia, la historia del país y las leyendas, cuya veracidad no es tan importante como aquello que narran y que corresponde a esta otra historia mágica que forma parte del inconsciente colectivo y donde todo es posible. Se trata de las historias y las fábulas que se reúnen bajo la cobertura de los antiguos mitos de Japón.      

La idea de partir del mapa político y de la orografía, para la creación de un jardín japonés reside en el intento de argumentar el interés suscitado por esta construcción semántica que el jardín japonés sugiere por su identificación con un país montañoso, que se ve como una sucesión de cordilleras cuyas islas corresponden con las cimas de las montañas que se encadenan en el fondo del mar a una profundidad de 9000 m.  Tierra montañosa y volcánica –más de 150 son volcanes de gran tamaño, sesenta de los cuales siguen activos destacando el Asama a cién Kms de Tokio, cuya altitud es de 2542m. Aunque el monte Fuji sea el más alto del país con 3776 m de altitud sobre el nivel del mar, seguido del monte Kitadake, con 3193 m. Teniendo en cuenta el perímetro de la superficie islada de este país, cuya forma de arco hace de frontera natural con el océano Pacífico para el sudeste asiático, que linda al norte con Corea del sur y China, y cuya línea de costa bordea el mar de Japón, el mar de Sento y el Pacífico, la artista proyectó un jardín japonés privilegiando sí todos los referentes culturales que interactúan entre sí en este espacio. Ninguna parte del país dista más de 150 kms del mar, lo que hace que sea un elemento prácticamente omnipresente. La geografía humana del país no puede desvincularse de la geografía física o política, y de ahí la insistencia en aprovechar el plano de su superficie para delimitar el jardín. Los argumentos que se han aducido hasta aquí conducen a la justificación de esta elección. De ahí también que este mar alcance en el proyecto grandes proporciones como se indica en las casi 18 toneladas de sal que se han utilizado para rodear el archipiélago nipón, cuyas regiones a modo se islas se escenifican a través de estas estructuras onduladas cubiertas con mantas de musgos verdes, amarillos o rojos imitando las variaciones que se producen a lo largo del año en el jardín japonés. Su disposición prevé la apertura de caminos, sendas o senderos por los que el paseante dibuja su propio itinerario libremente, a la deriva, como le gusta decir a la artista.

 

 

 

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