PIZARRO, Esther (2014) :: Texto catálogo: Un Jardín Japonés: topografías del vacío

PIZARRO, Esther (2014). “Sobre topografías y vacíos” (pág. 40-48). Texto catálogo: Un Jardín Japonés: topografías del vacío, Centro de Cultura Contemporánea. Edita: Universidad de Granada. ISBN: 978-84-338-5723-1, DL: GR / 2528-2014

Los retos ofrecen a los artistas nuevas oportunidades para enfrentarse a proyectos que, inicialmente, es probable que no se hubieran planteado.  Me considero una artista a la que le atraen los retos, ya que proporcionan la posibilidad de investigar terrenos desconocidos pero tremendamente atractivos. Ello me permite, desde una mirada tangencial y periférica, ofrecer una respuesta plástica. Me gusta enfrentarme al espacio vacío, al silencio, a las ausencias; para, desde su observación y conceptualización, encontrar la clave necesaria que sea capaz de articular el discurso de una propuesta artística. En este contexto es donde surge el proyecto “Un jardín japonés: topografías del vacío”. Su comisaria, Menene Gras Balaguer, hace ya más de dos años me lanzó el reto de realizar un jardín japonés, idea que le rondaba por la cabeza y que al conocer mi trabajo consideró la posibilidad de llevarlo a la práctica, quiero entenderlo así, por la colaboración que se estableció desde un principio. Muchas fueron las conversaciones, las reuniones, las visitas que tuvimos, hasta que conseguimos dar forma, tanto conceptual, como formal, al proyecto. En ocasiones cuando se trabaja desde un marco donde todo puede ser posible es más complicado que cuando existen ciertos condicionantes a priori. La idea fue madurando y creciendo hasta que finalmente pudo ver la luz en un singular sakkei o enmarcamiento, como fue la Nave 16 de Matadero Madrid. Privilegio que fue avalado por el hecho de inaugurar además una línea expositiva, “Gran Escala”, apuesta personal de su Directora, Carlota Álvarez Basso, a la que expreso mi agradecimiento, tanto a ella como a su equipo, por haber confiado desde un principio en este proyecto.  Considero importante realizar esta pequeña introducción para contextualizar el por qué de un jardín japonés en mi trayectoria artística.  Mi aportación, así quiero creerlo, consiste en acercar la mirada a un particular jardín topográfico y a un singular mapa vegetal, aspecto que permite transitar desde un punto de partida, inicialmente ajeno a mi trabajo, hasta mi personal investigación artística. Podríamos por tanto decir que el proyecto surge de unas premisas muy concretas y de un contexto establecido para ofrecer una particular y singular respuesta plástica.  Contexto, por otro lado, que siempre ha suscitado mi interés: la cultura japonesa, los jardines, el vacío, han sido conceptos y formalizaciones que alimentan mi iconografía y mis referencias visuales. Investigaciones que me permiten profundizar en toda la rica y exquisita simbología y metáfora que se produce en la concepción del jardín japonés.

El jardín japonés constituye una representación del mundo, una especie de microcosmos donde se produce una ausencia de escala. Los diferentes elementos que lo componen se relacionan entre sí con un orden simbólico. Cada trazo, cada vegetación, cada color posee su significado. Es interesante realizar un rápido recorrido por las distintas tipologías de jardines japoneses para descubrir las singularidades de cada una.  Así, el agua, representada mediante una corriente, una cascada, un arroyo o un estanque es el elemento central de los jardines de placer. Un trazado geométrico domina los jardines religiosos, centrados fundamentalmente en la expresión del pensamiento budista, donde su visión del mundo se recogía en forma de diagramas cósmicos (mandala). Es especialmente interesante el grado de abstracción y simbolismo que se opera en el jardín seco conocido también como karensansui o paisaje sin agua. Sobre este estilo parte el desarrollo del jardín zen, que innova enormemente en la representación de paisajes de agua sin recurrir a ella.  Este tipo de jardines difieren enormemente de los jardines paraísos, donde se buscaba el atractivo del  color, de la vegetación frondosa. Los jardines secos son jardines áridos donde la quietud de los elementos que lo componen, generalmente rocas y grava,  parece llevarnos a la máxima espiritualidad de estos espacios, al vacío más trascendental. La superficie de la arena es rastrillada formando ondas que aluden a las olas del mar. Francois Berthier en su ensayo “El jardín Zen” explica, refiriéndose a este tipo de jardines:

“Estos jardines eran sobre todo descriptivos; reproducían parajes naturales donde no había ni mar, ni lago, ni río. De ahí su denominación de jardines secos. La mayoría de los jardines zen se basa en esta técnica centenaria. Sin embargo, introducen una innovación importante: representan paisajes de agua sin recurrir al agua”. [1]

Este aspecto de aludir al agua sin recurrir literalmente a la misma, será una decisión importante en la formalización final del proyecto que nos ocupa. Era fundamental entender e identificar los factores que regulan la concepción de los jardines japoneses para poder extrapolar su esencia y formular una nueva mirada o respuesta, un particular giro en esta singular manera de entender el paisaje en el arte. Aquellos aspectos que más influyeron en la concepción de la propuesta y en su formalización final se podrían resumir principalmente en: miniaturización del cosmos, condición topográfica, simbolismo, composición pictórica, espiritualidad, encerramiento, asimetría, integración visual, borrosidad y cambio. Trataremos de explicar brevemente cada uno de ellos para descifrar su grado de implicación en la instalación escultórica final.

El jardín en la cultura asiática siempre ha sido considerado como una miniaturización del cosmos. Esta idea de reducir y englobar en un espacio acotado la inmensidad del mundo responde a la capacidad de generar metáforas que posee la tradición de los jardines. Este microcosmos, bien sea realizado con piedras y arena, o con agua; musgo y masas vegetales, de grandes dimensiones o de escasos metros cuadrados; en su esencia, sincretiza esta particular visión del mundo de los japoneses. Roca-montaña, estanque-océano, musgo-bosque son asociaciones que exigen el uso de una gran abstracción mental, mecanismo que regula esta visión del microcosmos.

El jardín japonés se configura según ciertos principios topográficos, se genera un constructo mental para su consiguiente correlato físico. La imaginación y la abstracción que ésta genera sustituye la realidad topográfica que el jardín exige. Los elementos utilizados en el jardín japonés poseen un enorme simbolismo, lo cual genera un ambiente de misterio y contemplación que invita a una profundidad metafórica. El jardín se va descubriendo poco a poco, se nos va desvelando en sus múltiples capas de significado.

Un particularidad de estos jardines es que en su mayoría han sido concebidos como una composición pictórica en cuanto a su trazado y planta se refiere. El vacío está muy presente en muchos de los jardines japoneses donde a través de la contemplación de la nada se llega a intuir la inmensidad existente que se sucede tras la naturaleza.  Esta “experiencia del vacío” invita a pasear la mirada por un extensión plana y limitada de un jardín ceñido por muros, embargado por la vegetación, pero sin ella dentro, salvo el escaso musgo que de manera accidental crece en el encuentro de las rocas con la grava. Desde su infinita sencillez, los jardines secos conectan con lo infinito, generan una sensación de ingravidez, de flotación en lo intemporal y convergen en una transición hacia un estado espiritual y contemplativo.

Un principio fundamental del jardín japonés es lo que se denomina shakkei, o encerramiento. Constituye una forma de enmarcación que permite controlar qué debe ser visto y cómo, al mismo tiempo permite decidir hasta qué punto el entorno circundante deberá ser incluido dentro del jardín. Este principio de encerramiento permite y articula que el jardín pueda ser contemplado en un espacio privado y en una atmósfera de calma que permita una cierta meditación. La técnica utilizada es el shakkei, también conocida como “técnica del paisaje prestado”, la cual implica una contemplación del escenario lejano y distante que se desarrolla tras el jardín y que, metafóricamente hablando, nos ha sido prestado.

La apreciación del paisaje natural en la cultura nipona revela una enorme preferencia por la singularidad de la asimetría; trazados, número de piedras, islas, rocas y demás elementos son tratados en una armónica asimetría tensionando el conjunto pero generando una gran calma visual.

El jardín japonés propone una integración visual y espacial entre la arquitectura (Casa de té) y el paisaje,  potenciada mediante el uso de materiales naturales, de la luz y del color. Los numerosos cambios perceptivos que operan en estas construcciones hacen que el japonés utilice recursos como el panel corredizo, también conocido como shoji, que permite percibir el interior y el exterior como una única unidad; donde en ocasiones no se distingue si te encuentras dentro o  fuera de la “enmarcación” visual del jardín.

La ciudad japonesa ha mantenido a lo largo de su historia el concepto espacial de lo borroso al ser interpretada como una imagen del bosque, una especie de espacio indefinido que no genera en ningún momento un lugar central. La ciudad se configura como una sucesión de membranas, de pieles distribuidas de manera aleatoria que se esconden, se iluminan, se oscurecen, e incluso llegan a desaparecer, revelando el espacio, pero no sus límites. Ejemplo patente de este efecto está representado por la Casa de té, única edificación arquitectónica que se encuentra dentro del jardín japonés. Esta construcción se caracteriza por la utilización de pantallas de papel de arroz, shoji. Los interesantes cambios perceptivos que producen estos paneles se evidencian durante la noche al crear imágenes borrosas, a la mirada de cualquiera que se viera tentado por observar lo que sucedía en su interior.

Un jardín japonés está sujeto a múltiples y sutiles cambios, a veces, casi imperceptibles.  Primeramente se opera un cambio visual que experimenta el espectador en su propio desplazamiento en el espacio que ocupa el jardín. Esto produce enorme expectación y sorpresa ya que, generalmente el diseño de estos jardines, trabaja con el ocultamiento y con un continuo cambio en la visual de la mirada. Por otro lado, se observa el cambio producido por el paso del tiempo, lo que en japonés se denomina (wabi-sabi). Se valora enormemente el sentido de lo transitorio, la temporalidad de las cosas, el paso del tiempo y de la vida misma. Por último, nos encontramos con los cambios producidos por el paso de las estaciones, el jardín cambia completamente su aspecto en otoño o en primavera y difiere de la sensación tan dispar que nos ofrece en verano o en invierno; mediante una variada selección de plantas que cambian considerablemente su aspecto en cada época del año. Ligada a esta transición estacional, podríamos también añadir el ciclo propio una unidad temporal más corta, el día. La luz que se observa en un jardín al amanecer o en pleno día, más fría y que aplana en ocasiones los volúmenes; difiere considerablemente con la luz que se produce al atardecer, mucho más cálida y con sombras más arrojadas.

Una vez profundizado en los principios reguladores del jardín japonés, analizaremos los pertenecientes al mundo de la cartografía, ya que la instalación escultórica “Un jardín japonés: topografías del vacío” confronta los principios conceptuales y formales del jardín japonés con los del mundo de la cartografía y del mapa.

Un mapa constituye una representación de la realidad. Los mapas han sido desde siempre la realización abstracta con la que los hombres hemos representado las relaciones con nuestro entorno físico. El mapa nos permite conocer, explorar y reconocer dichos entornos. Los mapas representan una mirada concreta, la del cartógrafo individual o la institución, que es la que decide qué información reflejar en él. Son por consiguiente una visión parcial e interesada de la realidad.

“Un mapa es un ejercicio de introspección. Los mapas permiten una exploración y análisis del territorio, pero también suponen una exploración introspectiva del sujeto cuando expresan su mirada particular sobre el entorno de reflexión…. Un mapa es una herramienta de conocimiento. En teoría un mapa es un modelo espacial abstracto que ayuda a comprender un entorno de realidad. Sin embargo, posiblemente ningún mapa sea una representación neutral de espacio objetivo, siempre hay mediaciones de la intervención humana intencional y no intencional. La intervención del espectador es clave, porque es quien descifra e interpreta los códigos presentes en el mapa”. [2]

El mapa, siguiendo a Deleuze y Guattari, tiene una estructura rizomática. La representación de la complejidad que encierra no es plana, ni lineal, las entradas y salidas son múltiples. El mapa no reproduce un inconsciente cerrado sobre si mismo, lo construye y así contribuye a la conexión de campos. Ambos nos hablan del principio de cartografía y calcomanía[3]. La finalidad del calco es la descripción de un estado de hecho, la compensación de relaciones intersubjetivas o la exploración de un inconsciente oculto en los recovecos de la memoria y del lenguaje.  El mapa, por su parte, se opone al calco porque se orienta hacia una experimentación que actúa sobre lo real. El mapa no reproduce un inconsciente cerrado sobre si mismo, lo construye. El mapa es abierto, conectable en todas sus dimensiones, desmontable, alterable, susceptible de recibir constantemente modificaciones. Puede ser roto, alterado, adaptarse a distintos montajes, iniciado por un individuo, un grupo o una formación social. Contrariamente al calco, un mapa siempre tiene múltiples entradas. Según sus indicaciones, es necesario volver a colocar siempre el calco sobre el mapa de este modo comenzará su lectura rizomática.

Tomando como punto de partida los principios que regulan el jardín japonés y que han sido analizados anteriormente: miniaturización del cosmos, lo que nos dirige a generar una ausencia de escala; condición topográfica, lo que implica adaptarse a las condiciones físicas del entorno que acoge el proyecto; simbolismo, lo que nos permite operar desde el lenguaje abstracto; composición pictórica y espiritualidad, cuyo objetivo radica en la creación de un espacio que invite a la reflexión; encerramiento, producido por el singular marco arquitectónico; asimetría, derivada de la propia planimetría cartográfica de Japón; integración visual, creada por la sucesión de volúmenes y su concatenación espacial que hace que desde diversos ángulos sea percibido como un todo y, por último, borrosidad y cambio, causados por el efecto de la programación lumínica capturada en unas cajas de luz en el corazón del jardín; el proyecto escultórico propuesto ofrece una mirada occidental que reinterpreta desde un óptica artística este arte oriental que aún nos sigue provocando tanto magnetismo.

Ya hemos visto como el Karensansui es un estilo de jardín japonés seco que consiste en un campo de arena o grava poco profunda que invita a la meditación. Es un jardín escenario donde el rastrillado representa el mar.  En el proyecto presentado, un mar de sal se extiende sobre el suelo de la sala desdibujando el límite de los volúmenes escultóricos que actúan como acantilados. Éstos generan una línea ondulada, como si se tratara de olas secas  que rompen contra la costa; reforzando el carácter de país islado del archipiélago nipón, ya veíamos anteriormente como las rocas del jardín seco podían representar tanto montañas como islas. Perceptivamente, esta ruptura del ángulo recto hace que los volúmenes escultóricos, a pesar de ser notablemente pesados, parezcan que flotan en la masa blanca y texturada sobre la que camina el espectador; contribuyendo así a esa sensación de levedad tan propia de lo japonés.

Este particular jardín se levanta topográficamente sobre el trazado del mapa de Japón donde, tomando como base su mapa político que divide el país en ocho regiones, se generan ocho contenedores escultóricos con una continuidad visual entre sí. La capa vegetal, constituida por musgos y plantas preservadas y liofilizadas, se articula en base a la carta demográfica de la densidad de población de Japón. Los rojos señalizan las zonas más pobladas, pasando por una degradación progresiva de naranjas, amarillos, verdes claros y verdes oscuros, para las zonas menos pobladas. La liofilización es un proceso que se basa en la congelación de un producto, en este caso musgo y ramaje, para su deshidratación total a efectos de preservación del material. Su origen es completamente natural pero no necesita ningún mantenimiento, tan sólo cierto grado de humedad ambiente. Veinte bonsáis se posicionan dentro de esta cartografía vegetal para indicarnos las urbes más pobladas del país.

Honshu, la isla central y la más extensa, engloba cinco regiones, atravesadas por pasajes iluminados desde el interior, por los que se puede circular. Estos atractores luminosos hacen las veces de linternas, semejantes a paredes difusas que nos recuerdan los paneles de papel de arroz o shoji de la casa de té de los jardines japoneses.  Los shoji o paneles móviles funcionan como paredes divisorias hechas de un papel translúcido con un marco de madera. La iluminación recorre el ciclo de la naturaleza del día a la noche, hasta alcanzar la oscuridad total y volver a empezar. En una cadencia de cinco minutos, pasando de los matices cálidos a los matices más fríos, se capturan los cambios de luz que se producen a lo largo del día. Esta representación del jardín japonés encierra a su vez el paso del tiempo, aspecto tan importante en la cultura nipona, simbolizando el desplazamiento de la luz natural.

Múltiples escalas confluyen en el proyecto: la territorial, la paisajística, la cartográfica, la humana, la urbana y la doméstica. El espectador se ve constantemente expuesto a estos cambios de escala.  Se trata de un jardín que agudiza todos los sentidos: la vista (a través de su intenso colorido), el tacto (mediante la singular textura de los materiales), el olfato (con el singular olor de las plantas), el gusto (gracias al inmenso mar de sal) y el oído ( con la activación de registros sonoros procedentes del mar que evocan, como en el típico jardín seco, la importancia del agua).

El proyecto se localiza en un singular cerramiento, la nave del Crucero Bajo del Hospital Real de Granada, que actúa como el enmarcado o sakkei, aspecto fundamental para conducir la mirada y que posibilita la existencia del jardín japonés. “Un jardín japonés: topografías del vacío” hace reaccionar perceptualmente todos los sentidos del espectador, interrogándole sobre el significado de su volumetría y disposición vegetal, al tiempo que genera un espacio para la contemplación y la meditación.

No me gustaría concluir este texto sin agradecer a todas aquellas personas que han hecho posible este proyecto, desde su fase inicial de producción hasta su instalación final,  y a todas las instituciones que han apostado por él para hacer posible su itinerancia. A Matadero Madrid por confiar en una idea que aún estaba por materializarse, a Casa Asia por ser el eje central del proyecto a través del buen hacer de su directora y comisaria del proyecto, Menene Gras, a la Universidad de Granada por acoger con tanta ilusión y con un marco tan singular parte de la itinerancia y al Museo San Telmo de San Sebastián por ser partícipe de ella.


[1] Berthier, Francois (2007); El jardín Zen, Gustavo Gili, Barcelona, pp. 20.

[2] Martínez-Arrarás Caro, Carlos (2013); “Pensamientos alrededor de la obra de Esther Pizarro, cartógrafa” en Constelaciones, Revista de Arquitectura de la Universidad CEU San Pablo #1, Madrid, pp. 64.

[3] DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix (2000); Mil mesetas. Pre-Textos, Valencia, p. 17-18.

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